Del 2010 al 2012 el panorama para México es “muy desalentador”. Así lo califica un estudio publicado en La Carpeta Púrpura, medio digital especializado en análisis político y económico.
Elaborado a partir de la evaluación cuantitativa de seis escenarios paradigmáticos, el ejercicio pronostica que el país tendrá un bajo crecimiento económico y seguirá perdiendo autonomía. Las probabilidades se inclinan hacia un estancamiento. La sociedad, auguran los expertos, vivirá entre la desesperanza y el pesimismo.
En materia de seguridad pública, el riesgo estimado de que el narcotráfico se imponga y ejecute a líderes políticos es del 19.9 por ciento. Se prevé que continuarán los ajusticiamientos, las venganzas y los enfrentamientos. La posibilidad de que se gane la “guerra contra el narcotráfico” es sólo de 5.1 por ciento.
En oposición directa a este contexto, el optimismo presidencial inundó los televisores con el primer mensaje a la nación en lo que va del año. Con su expresividad característica –que desde el sarcasmo considero desbordante- el mandatario mexicano exhortó a celebrar con orgullo el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución.
Luego de invocar al espíritu festivo y al ánimo renovado, Felipe Calderón afirmó: “Somos un pueblo, cuya mayor riqueza y su principal orgullo es su gente” (sic). En pocas palabras, somos un país orgulloso de estar orgulloso.
No hay nada que celebrar. En eso coincido con Germán Dehesa, connotado columnista, quien escribió hace unos días que ningún país como México premia y celebra tanto la simple “durabilidad”.
Dehesa ilustró su punto hablando del pan repugnante de una panadería hipotética que nadie se animó a clausurar y que festeja en grande el inicio de su quinta década. “El chiste es que ya cumplió 50 años de hacer porquerías”, remató.
Las llamadas fiestas del bicentenario son como una borrachera sabatina: una exaltación inducida, una manifestación del despilfarro, una apuesta al olvido de las penas presentes en el recuerdo de glorias pasadas, una oportunidad para el exceso en tiempos de escasez.
Las fiestas del bicentenario son la droga de una sociedad desinformada que se aferra a la esperanza. Estimulante en sus efectos, altera la percepción aunque se trate de un placebo. Son como una cápsula vacía e innecesaria que no aporta al auténtico bienestar social.
Si todo esto fuera poco, son también una farsa insultante y patriotera. El último recurso de una clase política que se ve obligada a entretener el descontento mientras sigue repartiéndose al país. Una colorida distracción para la pobreza, la inseguridad y el desempleo.
El presidente Calderón ha dicho que “celebraremos con la dignidad y el orgullo de una Nación que se sabe libre, soberana y democrática”. ¿Libre, soberana y democrática? Lamento ser aguafiestas. Las razones del festejo no me convencen.
La libertad, condicionada. La soberanía, amenazada. La democracia, simulada. En México, quien busca salud, educación o justicia necesita dinero. Y dinero es lo que menos hay, pero no nos preocupemos; alcanzó para la fiesta…
Elaborado a partir de la evaluación cuantitativa de seis escenarios paradigmáticos, el ejercicio pronostica que el país tendrá un bajo crecimiento económico y seguirá perdiendo autonomía. Las probabilidades se inclinan hacia un estancamiento. La sociedad, auguran los expertos, vivirá entre la desesperanza y el pesimismo.
En materia de seguridad pública, el riesgo estimado de que el narcotráfico se imponga y ejecute a líderes políticos es del 19.9 por ciento. Se prevé que continuarán los ajusticiamientos, las venganzas y los enfrentamientos. La posibilidad de que se gane la “guerra contra el narcotráfico” es sólo de 5.1 por ciento.
En oposición directa a este contexto, el optimismo presidencial inundó los televisores con el primer mensaje a la nación en lo que va del año. Con su expresividad característica –que desde el sarcasmo considero desbordante- el mandatario mexicano exhortó a celebrar con orgullo el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución.
Luego de invocar al espíritu festivo y al ánimo renovado, Felipe Calderón afirmó: “Somos un pueblo, cuya mayor riqueza y su principal orgullo es su gente” (sic). En pocas palabras, somos un país orgulloso de estar orgulloso.
No hay nada que celebrar. En eso coincido con Germán Dehesa, connotado columnista, quien escribió hace unos días que ningún país como México premia y celebra tanto la simple “durabilidad”.
Dehesa ilustró su punto hablando del pan repugnante de una panadería hipotética que nadie se animó a clausurar y que festeja en grande el inicio de su quinta década. “El chiste es que ya cumplió 50 años de hacer porquerías”, remató.
Las llamadas fiestas del bicentenario son como una borrachera sabatina: una exaltación inducida, una manifestación del despilfarro, una apuesta al olvido de las penas presentes en el recuerdo de glorias pasadas, una oportunidad para el exceso en tiempos de escasez.
Las fiestas del bicentenario son la droga de una sociedad desinformada que se aferra a la esperanza. Estimulante en sus efectos, altera la percepción aunque se trate de un placebo. Son como una cápsula vacía e innecesaria que no aporta al auténtico bienestar social.
Si todo esto fuera poco, son también una farsa insultante y patriotera. El último recurso de una clase política que se ve obligada a entretener el descontento mientras sigue repartiéndose al país. Una colorida distracción para la pobreza, la inseguridad y el desempleo.
El presidente Calderón ha dicho que “celebraremos con la dignidad y el orgullo de una Nación que se sabe libre, soberana y democrática”. ¿Libre, soberana y democrática? Lamento ser aguafiestas. Las razones del festejo no me convencen.
La libertad, condicionada. La soberanía, amenazada. La democracia, simulada. En México, quien busca salud, educación o justicia necesita dinero. Y dinero es lo que menos hay, pero no nos preocupemos; alcanzó para la fiesta…
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