miércoles, 30 de septiembre de 2009

Suicidio TV

En el bufet de la programación televisiva se cocinan platillos asombrosos. Los ingredientes habituales son la falta de creatividad, el desdén por la ética, el ansia por los ratings y la convicción de una audiencia pasiva e ignorante. La exacerbación progresiva de estos elementos invita a la reflexión y convoca al rechazo. La tendencia en las pantallas es a lo grotesco: al regodeo de las masas con la exposición de sus miserias, al convite de la humillación premiada, a la fiesta de la indignidad humana y quizá, al retorno de la antigua diversión de atestiguar la muerte de otro.

La idea de un canal de cable que transmita suicidios las 24 horas del día es atribuible al comediante estadounidense George Carlin (1937-2008). En una de sus últimas rutinas, Carlin aseguró que la mezcla de individuos desesperanzados y la mentalidad de los reality shows sería rentable para la televisión. En su avezada crítica social, sostenía que era posible conseguir “voluntarios” que se quitaran la vida frente a la cámara a cambio de unos dólares. “Por dinero. Hay que darles algo”, ironizaba ante las risas del público.

La cartelera cinematográfica ofrece esta semana una película con la misma temática. Aunque fallida en lo general, “Ruleta rusa en vivo” es rescatable por su planteamiento: la producción de un programa de concursos que pretende batir el récord histórico de audiencia con la novedad de un revólver cargado y seis participantes que se niegan a morir pero están dispuestos a dispararse por los 5 millones de dólares que recibirán en caso de sobrevivir.

Si el final no fuera predecible, me negaría a revelarlo. Es claro que tan impactante fenómeno mediático terminaría siendo un éxito comercial dentro de la situación planteada; ficticia en términos reales pero dolorosamente cercana a los límites de lo esperable en estos días.

La tendencia a lo grotesco que detonó esta reflexión surge de un esquema de medios que sacrifica todo por los números, que lucra con la intimidad, el riesgo y el dolor. Creyendo que su continuidad y expansión es el resultado lógico de ofrecer “lo que el público quiere” (y justificando con ello las atrocidades intelectuales que han difundido durante años con la colaboración mal retribuida de supuestos profesionistas) los empresarios de la televisión confían en que la perversión de sus creativos siga recibiendo buenos puntajes en la medición presuntamente confiable de los gustos y deseos de una mayoría que, para su desgracia, avala todo con el silencio.

La convocatoria es al rechazo. Al asfixiamiento consensuado de proyectos que atentan en pantalla contra la dignidad humana. Urge un debate público sobre los medios de comunicación, sobre lo necesario y lo deseable. Ni el consumo irreflexivo ni la apatía razonable: sirve de poco apagar la televisión, especialmente si nos indigna. Este sentimiento debe nutrirse, alentarse y compartirse. Sólo así evitaremos que, cuando el futuro nos alcance, las muertes televisadas dejen de ser una ocurrencia y se conviertan en negocio.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Del alarmismo al miedo

El pavor es inevitable ante la muerte de un ser humano. El video de la balacera en el Metro Balderas lo confirma. Entre la lucha de una persona por sobrevivir y la imagen de un cadáver, existe un momento trágico; un punto final capaz de paralizar a cualquiera y de liberar un torrente de pensamientos sobre la fragilidad y el valor de la vida.

Las escenas captadas por las cámaras de vigilancia pudieron reservarse para la investigación pero fueron presentadas a la prensa. Ocultar información hubiera sido peor y por ello la reacción es comprensible. El verdadero dilema ético debió surgir, entonces, al interior de los medios: ¿transmitir o no el material?, ¿editarlo o exhibirlo íntegramente?, ¿cuáles son las implicaciones de esta decisión?, ¿cómo justificarla?

Esta discusión sobre los límites de lo visible y lo decible tiene antecedentes. Uno de los más importantes fue la transmisión en vivo del linchamiento de tres policías federales en la delegación Tláhuac en el año 2004. Otro episodio, considerado un hito por los analistas de medios, fue la defensa que TV Azteca hizo de su amarillismo luego de mostrar en pantalla el cuerpo ensangrentado del conductor Paco Stanley, asesinado en junio de 1999.

En ambos casos, la naturaleza perturbadora de la información fue su única excusa. Lo mismo ocurrió con el asesino del Metro Balderas. El suceso difícilmente podía ignorarse pero el tratamiento informativo evidenció, nuevamente, la prevalencia del sensacionalismo sobre la seriedad. Como suele suceder, la prensa mexicana optó por la rentabilidad del alarmismo. Faltó profundidad y responsabilidad en el análisis.

En su más reciente libro, los investigadores Marco Lara Klahr y Francesc Barata denuncian que algunos vicios de la “nota roja” son, precisamente, la dramatización y la descontextualización. En este sentido, convendría que los periodistas aprendieran a identificar estos defectos antes de entregarse a la cobertura simplista de acontecimientos cuya resonancia es previsible.

La dramatización, aunque sutil, es más identificable que la descontextualización. Al respecto, los autores abundan: “Los delitos, las agresiones y la mayoría de las transgresiones que entran en conflicto con el sistema penal tienen más que ver con las injustas estructuras sociales que con las personalidades patológicas”. Aplicada al caso del Metro Balderas, esta interpretación ampliaría el hecho hasta sus causas, ubicaría al asesino en su contexto.

¿Cuál contexto? El que se maquilla en la mayoría de los medios, el que la revista Proceso describió como “Brotes de hartazgo social” en la portada de su número 1716. Las razones del asesino del Metro no se entienden sin el desempleo, la pobreza o la ineficacia gubernamental. Tampoco pueden aislarse de la serie de hechos violentos que suceden a diario en México y que alimentan la idea de riesgo constante que, a su vez, tiene atemorizado al país.

Rafael Vidal, académico de la Universidad de Sevilla, señala que la activación del miedo, producto de la construcción del “otro” como enemigo y, por lo tanto, como amenaza, “siempre ha constituido una fuente primordial de autoridad”. Si, como sostuve al inicio, el pavor es inevitable, ¿sería posible que, desde ese impulso, la reacción social fuera diferente? ¿Menos primitiva y más inteligente? La crisis actual tiene el potencial de esclavizarnos o liberarnos, todo depende, insisto, de la profundidad y la responsabilidad del análisis. Esto último, inicia con un manejo profesional y ético de la información.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Celebración forzada

Los mexicanos conmemoran la independencia pero sufren por una crisis que viene “de fuera”, aplauden los ideales revolucionarios pero censuran la insurrección. Son tiempos de contradicción evidente entre las razones históricas del festejo y las condiciones actuales del país. Las fiestas patrias requieren hoy de ignorancia y de optimismo infundado, de individuos que -en el mejor de los casos- ofrezcan en sacrificio las razones válidas de su pesar al placer de la convivencia programada.

El 15 de septiembre es una fecha de cualidades estáticas. Ha permanecido en el tiempo como una noche colorida de gozo patriótico, pese al conjunto de eventos que podrían oscurecerla. El molde de esta verbena incluye también a los medios de comunicación. Ese día, la novedad es lo de siempre porque no hay tradición sin repetición. Y aunque la violencia rampante no distinga efemérides, la versión difundida será de paz y de unidad; últimamente más por consigna que por descripción.

Hace un año, mientras dos granadas explotaban en la plaza principal de Morelia, la televisión nacional era pura diversión. Televisa y Televisión Azteca ignoraban el hecho como si la maquinaria informativa que suelen presumir sufriera de parálisis momentánea. La exclusiva fue de Cadena Tres, un canal que hizo más con menos recursos. La programación se interrumpió y los micrófonos se abrieron a la confusión que reinaba en la capital michoacana.

Sin enjuiciar la especulación inherente a la transmisión en vivo de un suceso de esta naturaleza, con tantas interrogantes y cabos sueltos, el esfuerzo periodístico resultó loable. Aún más, tras el ejercicio de un simple zapping que demostraba el doloroso contraste entre la realidad y el circo: la tragedia por un lado y la celebración forzada por el otro.

El martes pasado, cuando políticos de dudosa representatividad y cuestionable calidad moral agitaban sonrientes el lábaro patrio frente a sus gobernados en todos los rincones del país, descubrí que la lucha por la libertad se pierde cuando termina, cuando la certeza de la victoria anestesia la percepción y abre paso a la desidia que, a su vez, patrocina el retroceso y amenaza los logros alcanzados.

La paradoja mexicana encuentra en el festejo su desgracia. Sólo ahí, en la comodidad de una soberanía asegurada y de una independencia que no requiere ajustes posteriores, habrá de perderse lo ganado. La información es un factor clave para revertir esta tendencia. La sociedad difícilmente saldrá del letargo si continúan ocultándosele datos que, para otros, explican el sentido de urgencia y el llamado a la movilización.

Los actuales son tiempos violentos que justifican la militarización de las calles, de hoyos financieros que requieren de impuestos a los pobres para ayudar a los pobres, de simulación para minimizar la crisis. El ánimo triunfalista, sello de estas fechas, puede esperar a épocas mejores, e incluso entonces, bajar la guardia sería riesgoso.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Periodismo golpeador

La confusión entre libertad de expresión y libertad de extorsión ha permitido la proliferación de toda clase de mafias en el ámbito periodístico. Ocultos en las redacciones o detrás de los micrófonos, los mercenarios de la información subordinan el interés noticioso a lo que de buena o mala gana pueda ofrecerles el mejor postor. Esta plaga que amenaza con seguir expandiéndose, pone en riesgo la credibilidad y la continuidad de los medios de comunicación que -en contraste- buscan conducirse con seriedad y apego a la ética.

La subasta de titulares, producto de una agenda negociable, debe detenerse. Nada perjudica más a la prensa libre que el lloriqueo de los comunicadores que se convierten de un día para otro en ardorosos defensores del derecho a la información cuando sienten amenazada su posición o cuando su principal benefactor decide retirarles el apoyo que los mantenía en la más cómoda docilidad.

Algunos informadores se entregan al periodismo golpeador por necesidad o ignorancia. Ambos factores se atacan desde la profesionalización. Si todo lo que puede aprenderse está “en las calles” como suelen sostener los reporteros empíricos, existe la posibilidad no sólo de ignorar nociones elementales sino de limitar los conocimientos y las habilidades que les permitirían el acceso a empresas de alcance nacional o internacional que, por su naturaleza, ofrecen mejores condiciones.

Aunque por su cualidad impositiva genere rechazo, la regulación de la prensa es otra opción. En el caso mexicano, esta propuesta encontraría dos grandes problemas: la desconfianza en las instituciones y una clase política excesivamente partidista. Estos inconvenientes podrían superarse con un auténtico debate público y una legislación diseñada minuciosamente por expertos, sin ambigüedades ni espíritu vengativo.

La necesidad irá creciendo hasta volverse urgente. Tarde o temprano, pero quizá sólo cuando se sientan desafiados, los legisladores deberán asumir el costo político de reformar las leyes que han permitido la concentración de los medios de comunicación y la multiplicación de los agravios a una sociedad que debería tener derecho a la pluralidad informativa.

El caso de Argentina es ejemplar. La propuesta para una nueva ley de medios, impulsada por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha generado innumerables críticas desde los grupos monopólicos que controlan la televisión y que ahora pretenden paralizar al país. Sin embargo, la mandataria sigue firme en su convicción de que los ciudadanos merecen escuchar todas las voces y pretende abrir nuevos canales para universidades, sindicatos, iglesias y organizaciones no gubernamentales.

Desde este espacio hago pública mi esperanza de que algún día podamos reír juntos al recordar los tiempos en que México era controlado por el duopolio televisivo y las mafias mediáticas. Ese día, nos llamaremos sobrevivientes pero también visionarios.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El informe fallido

Más cercano a la farsa que a un acto republicano, el mensaje que Felipe Calderón pronunció desde Palacio Nacional evidencia la confusión del presidente entre la burda autopromoción y las condiciones para una verdadera rendición de cuentas. No es suficiente con exculparse y llamar a la unidad. Tampoco basta con entonar el himno y hacerse acompañar de burócratas aduladores. Los requerimientos son, para desgracia del mandatario, mucho más complejos.

Desde el punto de vista teórico, la “rendición de cuentas” en Norteamérica puede rastrearse a un ensayo publicado en 1999 por Andreas Schedler, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Viena. Schedler reconoce dos dimensiones básicas de este concepto: la obligación de los funcionarios de comunicar y justificar sus decisiones en público, y la capacidad de sancionar a los políticos que incumplan sus deberes.

El informe no debería ser un listado de logros, e incluso si lo fuera, Calderón se quedó corto. A falta de indicadores que justificaran el optimismo característico de los funcionarios que viven disociados de la realidad, el presidente leyó un discurso cuyo mensaje clave podría resumirse en la impotencia de su administración para cumplir promesas y ofrecer resultados frente a los “desafíos históricos” de la actualidad. En pocas palabras: se hizo lo que se pudo hasta el “límite de posibilidades que tiene el gobierno federal”.

La noción de imposibilidad evoca la idea de agentes externos que impiden el desarrollo nacional. Si consideramos que situaciones emergentes como la crisis económica internacional y la pandemia de influenza fueron especialmente perjudiciales para México, habríamos de cuestionarnos si existieron elementos internos que las hayan potenciado. En este punto quizá descubramos lo que el Ejecutivo federal no pudo reconocer o al menos no externó: más allá de las limitaciones, el fracaso mexicano es producto de la incapacidad.

Si el primer paso en la resolución de un problema es la aceptación de su existencia, descubriremos que la situación actual no es alentadora. Si la “Guerra contra el narcotráfico” es lo mejor que nos pasó en los últimos tres años, ¿qué podemos esperar de la segunda mitad del sexenio? ¿Qué más podría ofrecernos un gobierno que provocó un incremento en las violaciones a los derechos humanos en su lucha por la proteger a los ciudadanos?

Las arcas nacionales han patrocinado durante años un montaje para ocultar la contundencia de los hechos. Jean Baudrillard, sociólogo francés, decía que en la actualidad se confunde realidad con simulación y que los involucrados son incapaces de notarlo. Así pues, en el caso mexicano, el estallido de violencia encontrará su explicación en ese simulacro y tenderá a reforzarlo.

Si la rendición de cuentas fuera más que una ilusión, Felipe Calderón estaría obligado a responder por los compromisos que hizo en campaña y por las leyes que juró defender. Un año más que se esfuma la posibilidad de progreso, uno más que en México se confirma lo que Carlos Pellicer llamó el “esplendor ausente”. Otro informe fallido, uno más a la lista de los agravios que terminarán impunes.