jueves, 23 de septiembre de 2010

De la burocracia a la impunidad

La indignación generada por los asesinatos de periodistas aumenta con las reacciones de quienes se hacen llamar “servidores públicos”. Ante lo que constituye una afrenta a la democracia y a los derechos fundamentales, las autoridades correspondientes evaden su responsabilidad y distraen la atención pública con el viejo debate de las competencias.

Se trata de evadir culpas, pero también obligaciones. Así ocurrió con el homicidio de Luis Carlos Santiago Osorio de El Diario de Juárez. Los hechos sucedieron alrededor de las 14:30 horas del 16 de septiembre en la ciudad más violenta del país, horas después de que el gobierno federal se vanagloriara por un festejo patrio “en paz y con unidad”.

Un grupo de sicarios disparó contra un automóvil propiedad del periódico. En él viajaban dos practicantes que aspiraban convertirse en reporteros gráficos; uno sobrevivió. Este atentado justificó la publicación de un editorial no sólo polémico, sino histórico en el desarrollo de la prensa nacional.

El domingo pasado El Diario de Juárez sucumbió ante el miedo y se dirigió al crimen organizado: “Ya no queremos más muertos. Ya no queremos más heridos ni tampoco más intimidaciones. Es imposible ejercer nuestra función en estas condiciones. Indíquenos, por tanto, qué esperan de nosotros como medio”.

Esta postura ameritó un regaño desde Los Pinos. Durante una conferencia de prensa, el vocero de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, estableció la prohibición de pactar, negociar o promover treguas con los criminales. Aceptó que es tarea del Estado garantizar la libertad de expresión, aunque de inmediato aplicó la censura.

La supuesta autoridad de Poiré proviene de un ceño fruncido y de un cargo fabricado cuando fue removido de Gobernación. Su tarea consiste en responder las preguntas de los reporteros en la ignorancia de datos elementales. Poiré es un vocero desinformado, lo evidenció cuando dijo que el móvil más probable de la agresión a Santiago Osorio es “de índole personal, más que por sus actividades profesionales”.

¿Qué hay de las amenazas a El Diario de Juárez? ¿No debería ser esa la primera línea de investigación? El vocero de Seguridad Nacional respondería que él simplemente reproduce la versión de la Procuraduría de Chihuahua. Luego nos recordaría se trata de un delito del “fuero común” y dejaría claro que el gobierno federal sólo “coadyuvará”. En pocas palabras, la PGR se deslinda del tema y justificará cualquier conclusión de la instancia local, por absurda que sea.

La justicia en México es como el agua en un desierto: escasa y absolutamente necesaria, pero no se materializa por el hecho de exigirla o desearla. La impunidad reinante en el país demuestra que los defensores de la ley sólo la usan para ocultar y prolongar su propia mediocridad. Si hubiera intenciones auténticas de resolver este y otros casos, lo último que escucharíamos de las autoridades sería una sarta de formalidades superfluas y excusas burocráticas.

El Diario de Juárez argumentó impecablemente su mensaje público al crimen organizado. El Estado se irrita porque se siente desplazado. Sin embargo, esta realidad no es atribuible a un periódico en particular o a los medios en general, sino a un gobierno que ha perdido el monopolio de la fuerza en territorios enteros. La libertad de prensa no existe en Chihuahua, lo peor es que sólo los periodistas están preocupados.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Asesino

No hay otra forma de llamarlo. El Ejército mexicano sigue matando a inocentes en su guerra contra el narcotráfico. El domingo pasado un grupo de soldados disparó contra una familia que circulaba por la autopista Monterrey-Nuevo Laredo. En el vehículo viajaban cuatro adultos y tres menores. Los militares mataron al padre y a su hijo adolescente. Vicente de León de 53 años y Alejandro de 15.

La tesis de la defensa propia es absurda en este caso. ¿Cuál fue su delito? Ninguno. Y aunque fueran culpables de alguna atrocidad, la pena de muerte no figura en la legislación vigente. Así se hace justicia en nuestros días: con ráfagas mortales que surgen de paranoias justificadas en la absoluta impunidad. ¿Y el “Estado de derecho”?

Los mexicanos deberíamos escandalizarnos. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a la violencia y al discurso maniqueo que solapa las muertes de ‘los malos’ al margen de la justicia. Lo peor es que hasta ‘los buenos’ son ejecutados como delincuentes, con la certeza de que serán aceptados como “daños colaterales”.

Las conciencias retorcidas o vendidas de algunos comunicadores optaron por aplaudirle al gobierno federal por su reacción a los hechos del domingo. Resulta que la Secretaría de la Defensa Nacional merece honores por haber aceptado que un grupo de los suyos asesinó a civiles sin nexos con el crimen organizado.

En la lógica de esos líderes de opinión fue motivo de celebración que los integrantes de la familia no fueran tildados de sicarios, como ocurrió con los estudiantes del Tecnológico de Monterrey. O que sus muertes no fueran atribuidas al extraño azar de una lluvia de municiones donde sólo las balas del crimen ultiman a inocentes, como a Martín y Brian Almanza –de 9 y 5 años de edad- en Tamaulipas.

No sólo eso. La prensa mexicana se sumó involuntariamente al leguaje eufemístico del discurso oficial. Los términos utilizados por los periodistas que comentaron el caso fueron dictados por funcionarios federales y estatales. Se llamó “personas” a una familia, “acontecimientos ocurridos” a una balacera sin explicación, y “error lamentable” a un crimen de Estado. En el temor a la efervescencia, se bloquea desde el idioma la posibilidad de empatía.

Pese al aumento exponencial de las quejas e imputaciones en su contra, el Ejército sigue siendo una institución sacralizada por la mayoría de los medios. Tanto que escribir de estos temas parece peligroso. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Terminar muerto? ¡Pero eso le ocurre a cualquiera! El riesgo es compartido por los complacientes y los críticos, los ignorantes y los indignados. Aquí el peligro es para todos.

Es hora de terminar con el mito. El Ejército es una institución más; podemos criticarla y exigirle, como a cualquier otra. El desvanecimiento de la responsabilidad personal -producto de una rígida jerarquía que castiga con severidad la desobediencia- nos remite al nivel más alto en la búsqueda de culpables.

Bajo esta perspectiva, el “error lamentable” es del comandante supremo, del presidente de la República. De otro modo, el panorama sería aún más grave. Si las tropas incumplieran deliberadamente las órdenes de respetar los derechos humanos y proteger a la población, la situación imperante podría interpretarse como un golpe de Estado.

Mientras en México se hable de justicia y democracia, es tiempo de apelar a la congruencia, de oponerse abiertamente a la violencia del gobierno contra sus ciudadanos. Es por el bien de todos, aunque el “patriotismo” de nuestros días exija silencio o adulación y consista en festejar el deterioro institucional en el país.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El buen camino

El optimismo fingido nos gobierna mientras el país se desmorona. A los casi 30 mil cadáveres de una guerra fallida se suman los migrantes exterminados y los alcaldes ejecutados. En los últimos dos años, 13 presidentes municipales han sido asesinados y la frecuencia de estos crímenes va en aumento.

El último edil en la lista de muertos recibió poca atención de los medios. El alcalde del municipio de Hidalgo en Tamaulipas, Marco Antonio Leal García, fue baleado el domingo mientras circulaba en una camioneta con su hija. A diferencia de su homólogo de Santiago, Nuevo León, el político tamaulipeco no fue homenajeado en público. Las reacciones al caso fueron mínimas.

En el gremio periodístico es sabido que “nota mata nota”: una historia fresca y relevante opaca a las demás. En la semana del informe presidencial y a unos días de las fiestas del Bicentenario, el gobierno federal fue hábil en alimentar a la prensa con información atractiva pero cómoda.

Tanto que logró frenar -e incluso detener- el seguimiento a la masacre de 72 migrantes y a la ejecución de Leal García. Estos temas de primera importancia y gravedad se desvanecieron antes del lunes por la noche. Además ocurrieron en Tamaulipas, un estado secuestrado por el narcotráfico, un lugar donde los reporteros no son bienvenidos.

A cambio, la administración de Felipe Calderón ofreció a los medios la detención de Edgar Valdez Villareal, alias “La Barbie”. Los datos sobre el aseguramiento fueron dosificados intencionalmente. Primero circuló una versión extraoficial, después se confirmó en un comunicado, luego llegó la fotografía y finalmente se transmitió desde Los Pinos un mensaje en horario estelar.

Hace poco, un funcionario federal me dijo que desde la perspectiva de la administración pública, los medios de comunicación son necesariamente secundarios. Nada más alejado de la realidad en México. La ecuación se ha invertido: lo secundario es la eficacia gubernamental.

El concepto de “opinión pública” ha reemplazado al de “ciudadanía”. El Estado invierte más en construir percepciones que en garantizar derechos. Si se trata de difundir logros, los datos noticiosos son revelados estratégicamente para manipular a los medios. Lo saben quienes escriben ‘narcomantas’ con faltas de ortografía pero las colocan a horas clave. Lo saben también los funcionarios, aunque finjan institucionalidad y eficacia.

Los periódicos nacionales compartieron su primera plana del martes: la detención de “La Barbie”, la misma foto de baja calidad y alguna conjugación del verbo “caer” en el encabezado. ¡Viva la pluralidad informativa! La presentación de Valdez Villareal fue una maniobra perfecta de comunicación gubernamental. Súbitamente la agenda informativa del país se unificó para proclamar un logro de la administración federal.

Que sigan muriendo inocentes, alcaldes y migrantes. Después de todo, el presidente dijo en los spots de su informe que “aún no es suficiente, pero vamos por buen camino”. ¿Suficientes muertos? ¿Suficientes errores? ¿Suficiente cinismo? Si creemos que el país va por “buen camino” nos hemos vuelto locos, vivimos disociados de la realidad. Lo cuerdo sería pensar que hay cierta perversidad en la evaluación que Calderón hace de su administración.