miércoles, 8 de septiembre de 2010

Asesino

No hay otra forma de llamarlo. El Ejército mexicano sigue matando a inocentes en su guerra contra el narcotráfico. El domingo pasado un grupo de soldados disparó contra una familia que circulaba por la autopista Monterrey-Nuevo Laredo. En el vehículo viajaban cuatro adultos y tres menores. Los militares mataron al padre y a su hijo adolescente. Vicente de León de 53 años y Alejandro de 15.

La tesis de la defensa propia es absurda en este caso. ¿Cuál fue su delito? Ninguno. Y aunque fueran culpables de alguna atrocidad, la pena de muerte no figura en la legislación vigente. Así se hace justicia en nuestros días: con ráfagas mortales que surgen de paranoias justificadas en la absoluta impunidad. ¿Y el “Estado de derecho”?

Los mexicanos deberíamos escandalizarnos. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a la violencia y al discurso maniqueo que solapa las muertes de ‘los malos’ al margen de la justicia. Lo peor es que hasta ‘los buenos’ son ejecutados como delincuentes, con la certeza de que serán aceptados como “daños colaterales”.

Las conciencias retorcidas o vendidas de algunos comunicadores optaron por aplaudirle al gobierno federal por su reacción a los hechos del domingo. Resulta que la Secretaría de la Defensa Nacional merece honores por haber aceptado que un grupo de los suyos asesinó a civiles sin nexos con el crimen organizado.

En la lógica de esos líderes de opinión fue motivo de celebración que los integrantes de la familia no fueran tildados de sicarios, como ocurrió con los estudiantes del Tecnológico de Monterrey. O que sus muertes no fueran atribuidas al extraño azar de una lluvia de municiones donde sólo las balas del crimen ultiman a inocentes, como a Martín y Brian Almanza –de 9 y 5 años de edad- en Tamaulipas.

No sólo eso. La prensa mexicana se sumó involuntariamente al leguaje eufemístico del discurso oficial. Los términos utilizados por los periodistas que comentaron el caso fueron dictados por funcionarios federales y estatales. Se llamó “personas” a una familia, “acontecimientos ocurridos” a una balacera sin explicación, y “error lamentable” a un crimen de Estado. En el temor a la efervescencia, se bloquea desde el idioma la posibilidad de empatía.

Pese al aumento exponencial de las quejas e imputaciones en su contra, el Ejército sigue siendo una institución sacralizada por la mayoría de los medios. Tanto que escribir de estos temas parece peligroso. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Terminar muerto? ¡Pero eso le ocurre a cualquiera! El riesgo es compartido por los complacientes y los críticos, los ignorantes y los indignados. Aquí el peligro es para todos.

Es hora de terminar con el mito. El Ejército es una institución más; podemos criticarla y exigirle, como a cualquier otra. El desvanecimiento de la responsabilidad personal -producto de una rígida jerarquía que castiga con severidad la desobediencia- nos remite al nivel más alto en la búsqueda de culpables.

Bajo esta perspectiva, el “error lamentable” es del comandante supremo, del presidente de la República. De otro modo, el panorama sería aún más grave. Si las tropas incumplieran deliberadamente las órdenes de respetar los derechos humanos y proteger a la población, la situación imperante podría interpretarse como un golpe de Estado.

Mientras en México se hable de justicia y democracia, es tiempo de apelar a la congruencia, de oponerse abiertamente a la violencia del gobierno contra sus ciudadanos. Es por el bien de todos, aunque el “patriotismo” de nuestros días exija silencio o adulación y consista en festejar el deterioro institucional en el país.

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