El optimismo desapareció y la esperanza se convirtió en reclamo. Con el paso del tiempo, la transmutación era inevitable. No erramos quienes celebramos con reservas la inminente federalización de los delitos contra la libertad de expresión en México.
En abril del año pasado aplaudí en este espacio las adiciones al Código Penal Federal propuestas por la Cámara de Diputados. Y aunque el súbito arranque de generosidad legislativa era percibido por los críticos como una “medida electorera”, le otorgué el beneficio de la duda.
Hoy, diez meses después, el dictamen enviado al Senado para su análisis y aprobación continúa paralizado. Como si el asunto fuera menor, la cámara alta del Congreso se ha ocupado de otros temas sin explicar los motivos del retraso.
La reforma penal aprobada por unanimidad en San Lázaro tenía dos virtudes: ampliaba considerablemente la definición de “actividad periodística” y aumentaba las penas de cualquier delito si éste se cometía con el propósito de “impedir, interferir, limitar o atentar” la labor informativa.
Las sanciones eran especialmente severas con los servidores públicos. No es novedad que los principales enemigos de la prensa viven del erario. Esta semana, un reporte del Centro de Periodismo y Ética Pública (Cepet) lo reafirma.
El documento subraya que prácticamente en uno de cada tres ataques contra periodistas participaron elementos uniformados y que en uno de cada cuatro estuvo involucrado algún funcionario. “Es frecuente” –señala el reporte- “encontrar antecedentes de amenazas que tienen su origen en la crítica a la gestión gubernamental”.
Durante el 2009 este organismo registró 183 agresiones contra periodistas y 19 contra medios de comunicación, además del asesinato de 13 informadores. En todos los casos, la impunidad es la constante.
“Impunidad” es también el nombre del proyecto impulsado por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) para abogar por las víctimas y exigir justicia. En los procesos judiciales que la SIP escruta en México destacan los nombres de Brad Will -cuyo presunto asesino fue liberado hace siete días- de Eliseo Barrón y Carlos Ortega, ejecutados en Durango.
Fue precisamente en Durango donde la semana pasada se reunieron 25 editores de periódicos para reclamar a las autoridades locales y federales garantías para ejercer su profesión. Ahí se acordó impulsar medidas de protección y llevar sus reclamos a organismos internacionales.
¿Y el Senado? Impávido. ¿Por qué atender un tema que coloca al país en los primeros lugares del descrédito mundial? ¿Qué razones hay para ratificar la protección a la libertad de expresión? ¿Cuál es la urgencia de frenar los crímenes contra periodistas? Las respuestas escapan a la agudeza y al compromiso social de los legisladores.
La causa está perdida. Aunque el dictamen terminara aprobándose serviría de poco o nada. Incrementar las penas no reduce la violencia. Modificar la ley no significa que comenzará a aplicarse o siquiera a respetarse. En nuestro agonizante estado de derecho la brecha entre legalidad y realidad es infranqueable.
No hay justicia cuando el menos interesado en ella es quien debería impartirla. La corrupción se perpetúa con la censura y la ineptitud con la falta de crítica. Si en México hubiera condiciones para el ejercicio de un periodismo libre y digno, estarían sentadas las bases para una verdadera transformación institucional. El panorama es otro porque como dijo Napoleón Bonaparte: “Si se diera rienda suelta a la prensa, yo no permanecería ni tres meses en el poder”.