La Suprema Corte es una institución de lucidez intermitente. A diferencia de otras manifestaciones del Estado que perdieron hace mucho su funcionalidad o credibilidad, la más alta instancia judicial del país ha administrado su imagen mediante una actuación ambivalente, una combinación de aciertos y errores que la vuelve impredecible y provoca tanto esperanza como frustración.
La última decisión de los ministros es el tema de la semana: la validación de adopciones por parte de parejas del mismo sexo. La sorpresa es que, de un momento a otro, México se presenta como un país progresista, fiel al espíritu de sus leyes y al mismo tiempo a la vanguardia de la legislación internacional.
Pese a los calambres producidos por una moral intolerante y excluyente, y a la violenta verborrea de los más conservadores, los homosexuales no sólo podrán contraer matrimonio, sino formar una familia con el respaldo obligado de las instituciones gubernamentales. Todo esto parecía imposible, incluso hace menos de un año –a finales de noviembre- cuando el PRD presentó en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal la primera iniciativa con este objetivo.
Parecía entonces un acto electorero. Pero los protagonistas de esta batalla no son los políticos, sino los miembros de una minoría que tomó la valiente decisión de visibilizarse en un entorno adverso para reclamar sus garantías individuales. Es una larga historia de activismo, de firmeza ante la discriminación, que representa un avance aunque no lo sea en el sentido más amplio. De igualdad de derechos se hablaba desde el siglo pasado…
En realidad hay un retraso: un retraso en la aplicación de los principios que teóricamente guían al país. Lo dijo el ministro Arturo Zaldívar; de haber prohibido que las parejas homosexuales adoptaran, la Corte habría “constitucionalizado la discriminación”. ¡Lo que nos faltaba! Aún creyendo que se trata de un avance, las reacciones que genera dejan un sabor amargo. La esperanza se desdibuja cuando la Edad Media habla a través de influyentes líderes sociales y morales de este milenio.
Es una “aberración”, sostiene el arzobispo de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez. “¿A ustedes les gustaría que los adopten una pareja de maricones o lesbianas?”, preguntó el religioso a un grupo de reporteros. Si a Íñiguez le preocupan los “maricones”, ¡que los expulse de su Iglesia! Esa es su única jurisdicción. Ni hablar de amor al prójimo, de compasión o juicio divino, porque eso de “al César lo que es del César” sólo aplica cuando les conviene.
Se ha confundido el púlpito con las tarimas, las misas con mítines. Los asuntos terrenales han invadido los sermones. La Iglesia Católica en México optó por dedicarse a la política y se equivocó. Además de la separación Iglesia-Estado, habrá que recordarles que las acusaciones sin fundamento y las declaraciones discriminatorias tienen consecuencias legales en el país.
Mientras tanto, la Suprema Corte seguirá ahí con sus aciertos y errores, jugándose el apoyo de la opinión pública en cada sesión. Y los homosexuales podrán casarse y tener hijos, ejerciendo los derechos que la Constitución les garantizaba desde el día en que nacieron.
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