Si lo usual termina en estadística, la infamia es cuantificable en México. Alguna cifra aumenta cada vez que un periodista es asesinado. No conformes con las centenas de ejecuciones en las últimas décadas o la indignidad sugerida por las comparaciones internacionales en este rubro, las instituciones mexicanas continúan aplazando el cumplimiento de su mandato legal ante una sociedad que, desde la ignorancia o la apatía, permanece indiferente ante el tema.
Esta ignominia, justificada como tal en la amenaza a una profesión con claros propósitos sociales, no es posible sin el éxito de la criminalidad o la franca negligencia. La frialdad de los números despersonaliza a las víctimas y maquilla la gravedad de los hechos ante la opinión pública. Hablar de caras y nombres es incurrir en la excepción, apostar a la empatía e invitar a que se revisen los límites de lo aceptable.
La semana pasada fue encontrado el cadáver del reportero José Bladimir Antuna García de 39 años. Publicaba información sobre temas policiales y judiciales en El Tiempo de Durango, periódico en que laboraba su colega Carlos Ortega, ultimado el 3 de mayo. Antuna García denunció amenazas durante varios meses y manifestó haber compartido información con Eliseo Barrón, reportero de Grupo Milenio asesinado por presuntos gatilleros del cártel del Golfo.
“México tiene una vergonzosa posición como uno de los países más peligrosos para los periodistas. Para una democracia moderna, alcanzar esta posición es una vergüenza”, señala un comunicado del Instituto Internacional de la Prensa (IPI). Este organismo documentó que de los 44 informadores ejecutados en el mundo durante el 2009, siete corresponden a la República Mexicana. Esta cifra es idéntica a la de Pakistán y nos ubica por encima de Somalia, un país que carece de Estado.
La función primordial del Estado es, precisamente, garantizar la seguridad de sus habitantes. De lo contrario, se convierte en una fábrica de refugiados: un gobierno incapaz de otorgar protección y los temores fundados de persecución o muerte definen el término “refugiado” en la Convención de 1951. Bajo este esquema, los periodistas mexicanos podrían optar por el exilio y ser amparados por el derecho internacional.
Un Estado fallido no merece respeto. Así lo considera el politólogo inglés John Dunn, quien desde la Universidad de Cambridge advierte que los Estados que promueven efectivamente la seguridad de sus habitantes ganan y merecen una mayor lealtad que aquellos que fracasan en el intento. Esta idea encontraría dificultades legales en México: el sexto constitucional permite la libre expresión pero fija sus límites en el Estado. En este contexto, la coherencia de Dunn se vuelve golpismo.
¿Cuántas muertes más? La ineficiencia llama a la exigencia, no a la parálisis. La situación imperante en México es una responsabilidad compartida. En tiempos donde la impunidad es la constante, celebrar la institucionalidad es apadrinar la decepción. Los delitos contra periodistas son una manifestación más de una realidad que indigna y exige ajustes. Así como las víctimas, los culpables tienen caras y nombres. Las víctimas se ocultan con números, los culpables con cargos públicos.
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