La ocurrencia se volvió murmullo y después rumor, hasta terminar en moda. La posibilidad de un estallido social en 2010 se ha convertido en el tema predilecto de analistas y comunicadores en los últimos días. Surgen dos posibilidades: el fenómeno podría ampliarse y provocar lo que augura o simplemente desgastarse, como sucede con gran parte de los temas explotados por la agenda mediática.
En todo caso, es un hecho que las condiciones imperantes en el país han provocado un descontento generalizado que, lejos de significar una amenaza, representa una oportunidad única para recuperar el juicio y modificar el rumbo. El riesgo de la revolución que pregonan los medios está asociado a la especulación y a la descontextualización, prácticas comunes de la prensa irreflexiva.
Urge debatir ideas, escuchar todas las causas. Simplificar la complejidad de estos tiempos y reducirla a una discusión de futurólogos improvisados es desaprovechar su potencial de cambio y apostar a la continuidad de una realidad insostenible.
El periodista Ricardo Alemán publicó en El Universal la versión extraoficial de un “encuentro secreto” entre una decena de grupos guerrilleros que estarían planeando acciones para 2010. Además estimó que la “tercera revolución” podría alimentarse con los “fanáticos del legítimo”. Olvida mencionar que el estallido habría ocurrido hace tres años si Andrés Manuel López Obrador hubiera actuado diferente, es decir, si hubiera permitido que la inercia electoral y las convicciones de un fraude incentivaran a un movimiento radical e incluso violento.
Y la desmemoria continúa. “Las autoridades nos tienen que proteger de cualquier intento de festejo violento”, escribe Denise Maerker. Lo que evita señalar es que la era de los festejos violentos –inaugurada aquél 15 de septiembre en Michoacán- es consecuencia directa de la “Guerra contra el narcotráfico”. Una estrategia gubernamental que, en contraste con sus efectos, pugna por la seguridad de los ciudadanos y el debilitamiento de los cárteles.
La “protección” exigida por Maerker se convierte, pues, en disuasión, a nombre del Estado, de las ocurrencias opositoras. Esto último lo entiende Leo Suckerman, analista político de Grupo Fórmula, quien celebró el lunes pasado la capacidad de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) para espiar en todo el territorio nacional con su nuevo “Centro de Inteligencia”. Entrevistado por el periodista José Cárdenas, Zuckerman explicó que –a diferencia de los levantamientos de 1994- el gobierno tendría información de sobra para reaccionar ante un eventual conflicto.
El necesario diálogo nacional se ha transformado en una novela de detectives. Ya sólo importa saber quién tirará la primera piedra. Julio Hernández López, columnista de La Jornada, lo ejemplifica cuando se pregunta si la actitud del Ejecutivo federal refleja una “extrema insensibilidad” o una “provocación programada”. El autor de Astillero considera que la “confrontación sistemática” acelerará el estallido y la aplicación de medidas policiacas y represivas largamente preparadas. ¿Por qué parece que, de pronto, el volado es entre una revolución y una dictadura?
Los extremos pueden evitarse si el “ciclo de protestas” encuentra receptividad en el Estado. La expresión entrecomillada es utilizada por el investigador finlandés Martti Siisiäinen para describir el funcionamiento de las presiones de cambio en una democracia. “Visto desde la perspectiva (funcionalista) de la estabilidad del sistema, los nuevos movimientos sociales pueden considerarse el reloj de alarma del sistema”, considera el académico. Es evidente que la “alarma” ha sido largamente ignorada. Y a menos que se atienda, los agoreros de la “tercera revolución” podrán, en algunos años, llamarse profetas.
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