Dicen que estamos en guerra. Lo demuestran con su conteo de bajas, kilos decomisados y delincuentes fotografiados. Lo que nuestros medios no informan es la verdadera historia. La cobertura informativa de la llamada “Guerra contra el narcotráfico” ha sido, hasta ahora, convenientemente superficial y pobre. Centrada en los efectos y no en las causas, construida por cifras y no por historias, la cronología de esta cruzada por la legitimidad carece de datos riesgosamente básicos.
El idealismo de un periodista aventurero y su anhelo de convertirse en “reportero de guerra” han sido sepultados. Quienes buscaban historias en el peligro y caos de un conflicto han decidido renunciar al “privilegio” de poner a prueba sus capacidades de investigación y respuesta en un escenario extremo. Las guerras de hoy han convertido a la prensa en propaganda. Esa verdad justificó, por ejemplo, que Ryszard Kapuscinski, célebre corresponsal polaco, se negara a cubrir en Irak la Guerra del Golfo.
Kapuscinski, fallecido en enero de 2007, descubrió que cuando la única información disponible proviene de los comunicados oficiales, el periodista irremediablemente se convierte en un eco, en un repetidor de noticias que no fueron producidas o siquiera verificadas por él.
El caso mexicano lo reafirma. Publicar los resultados de la “Guerra contra el narcotráfico” es publicitar al gobierno. La falta de investigación profunda en las causas, los intereses, los modos y las metas de los combatientes, incentiva una visión maniqueísta cuya simplicidad es ridícula. El crimen organizado, por otro lado, se beneficia con la difusión de narcomantas o violentas masacres.
Los reporteros son obligados a tomar partido porque las incursiones a las zonas de ingobernabilidad son demasiado riesgosas. Ningún medio puede ofrecer protección a sus enviados y, a cambio, acepta la seguridad del Estado, las incursiones patrocinadas y los operativos impecables. Se suple la información directa con las versiones empaquetadas, corregidas y aumentadas.
En épocas que evocan el salinismo mediático, la exhortación a “apoyar” al presidente parece incluir también a los informadores, aunque su labor exija imparcialidad. Aquí cobran sentido las palabras de Miriam Pedrero, corresponsal de guerra en Kosovo y Guinea, quién señala: “El buen periodista es un testigo que debe estar pegado a la gente, no a las instituciones”.
Las opciones se reducen. ¿La prensa debe verificar cada decomiso? ¿Comprobar que la droga se destruya? ¿Deben los medios confiar en los datos proporcionados por los boletines? ¿El gobierno actúa de buena fe? ¿Se puede negar el derecho a dudar?
Del periodismo depende la memoria de estos días. Existen propuestas para la creación de equipos de trabajo protegidos por el anonimato y los medios interesados. Se pierde la exclusividad pero se reduce el riesgo. ¿Vale la pena? Quizá es momento de entrevistar a testigos y víctimas, de señalar a corruptos y cómplices, de aprovechar las cualidades de una práctica que renuncia a la “objetividad” en su búsqueda por la verdad. El miedo debería sacudir a los culpables, no a quienes se internan en el campo de batalla y apuestan su vida para ofrecer una visión ajena a la propaganda y cercana a la realidad.
El idealismo de un periodista aventurero y su anhelo de convertirse en “reportero de guerra” han sido sepultados. Quienes buscaban historias en el peligro y caos de un conflicto han decidido renunciar al “privilegio” de poner a prueba sus capacidades de investigación y respuesta en un escenario extremo. Las guerras de hoy han convertido a la prensa en propaganda. Esa verdad justificó, por ejemplo, que Ryszard Kapuscinski, célebre corresponsal polaco, se negara a cubrir en Irak la Guerra del Golfo.
Kapuscinski, fallecido en enero de 2007, descubrió que cuando la única información disponible proviene de los comunicados oficiales, el periodista irremediablemente se convierte en un eco, en un repetidor de noticias que no fueron producidas o siquiera verificadas por él.
El caso mexicano lo reafirma. Publicar los resultados de la “Guerra contra el narcotráfico” es publicitar al gobierno. La falta de investigación profunda en las causas, los intereses, los modos y las metas de los combatientes, incentiva una visión maniqueísta cuya simplicidad es ridícula. El crimen organizado, por otro lado, se beneficia con la difusión de narcomantas o violentas masacres.
Los reporteros son obligados a tomar partido porque las incursiones a las zonas de ingobernabilidad son demasiado riesgosas. Ningún medio puede ofrecer protección a sus enviados y, a cambio, acepta la seguridad del Estado, las incursiones patrocinadas y los operativos impecables. Se suple la información directa con las versiones empaquetadas, corregidas y aumentadas.
En épocas que evocan el salinismo mediático, la exhortación a “apoyar” al presidente parece incluir también a los informadores, aunque su labor exija imparcialidad. Aquí cobran sentido las palabras de Miriam Pedrero, corresponsal de guerra en Kosovo y Guinea, quién señala: “El buen periodista es un testigo que debe estar pegado a la gente, no a las instituciones”.
Las opciones se reducen. ¿La prensa debe verificar cada decomiso? ¿Comprobar que la droga se destruya? ¿Deben los medios confiar en los datos proporcionados por los boletines? ¿El gobierno actúa de buena fe? ¿Se puede negar el derecho a dudar?
Del periodismo depende la memoria de estos días. Existen propuestas para la creación de equipos de trabajo protegidos por el anonimato y los medios interesados. Se pierde la exclusividad pero se reduce el riesgo. ¿Vale la pena? Quizá es momento de entrevistar a testigos y víctimas, de señalar a corruptos y cómplices, de aprovechar las cualidades de una práctica que renuncia a la “objetividad” en su búsqueda por la verdad. El miedo debería sacudir a los culpables, no a quienes se internan en el campo de batalla y apuestan su vida para ofrecer una visión ajena a la propaganda y cercana a la realidad.
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