En el bufet de la programación televisiva se cocinan platillos asombrosos. Los ingredientes habituales son la falta de creatividad, el desdén por la ética, el ansia por los ratings y la convicción de una audiencia pasiva e ignorante. La exacerbación progresiva de estos elementos invita a la reflexión y convoca al rechazo. La tendencia en las pantallas es a lo grotesco: al regodeo de las masas con la exposición de sus miserias, al convite de la humillación premiada, a la fiesta de la indignidad humana y quizá, al retorno de la antigua diversión de atestiguar la muerte de otro.
La idea de un canal de cable que transmita suicidios las 24 horas del día es atribuible al comediante estadounidense George Carlin (1937-2008). En una de sus últimas rutinas, Carlin aseguró que la mezcla de individuos desesperanzados y la mentalidad de los reality shows sería rentable para la televisión. En su avezada crítica social, sostenía que era posible conseguir “voluntarios” que se quitaran la vida frente a la cámara a cambio de unos dólares. “Por dinero. Hay que darles algo”, ironizaba ante las risas del público.
La cartelera cinematográfica ofrece esta semana una película con la misma temática. Aunque fallida en lo general, “Ruleta rusa en vivo” es rescatable por su planteamiento: la producción de un programa de concursos que pretende batir el récord histórico de audiencia con la novedad de un revólver cargado y seis participantes que se niegan a morir pero están dispuestos a dispararse por los 5 millones de dólares que recibirán en caso de sobrevivir.
Si el final no fuera predecible, me negaría a revelarlo. Es claro que tan impactante fenómeno mediático terminaría siendo un éxito comercial dentro de la situación planteada; ficticia en términos reales pero dolorosamente cercana a los límites de lo esperable en estos días.
La tendencia a lo grotesco que detonó esta reflexión surge de un esquema de medios que sacrifica todo por los números, que lucra con la intimidad, el riesgo y el dolor. Creyendo que su continuidad y expansión es el resultado lógico de ofrecer “lo que el público quiere” (y justificando con ello las atrocidades intelectuales que han difundido durante años con la colaboración mal retribuida de supuestos profesionistas) los empresarios de la televisión confían en que la perversión de sus creativos siga recibiendo buenos puntajes en la medición presuntamente confiable de los gustos y deseos de una mayoría que, para su desgracia, avala todo con el silencio.
La convocatoria es al rechazo. Al asfixiamiento consensuado de proyectos que atentan en pantalla contra la dignidad humana. Urge un debate público sobre los medios de comunicación, sobre lo necesario y lo deseable. Ni el consumo irreflexivo ni la apatía razonable: sirve de poco apagar la televisión, especialmente si nos indigna. Este sentimiento debe nutrirse, alentarse y compartirse. Sólo así evitaremos que, cuando el futuro nos alcance, las muertes televisadas dejen de ser una ocurrencia y se conviertan en negocio.
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