miércoles, 23 de septiembre de 2009

Del alarmismo al miedo

El pavor es inevitable ante la muerte de un ser humano. El video de la balacera en el Metro Balderas lo confirma. Entre la lucha de una persona por sobrevivir y la imagen de un cadáver, existe un momento trágico; un punto final capaz de paralizar a cualquiera y de liberar un torrente de pensamientos sobre la fragilidad y el valor de la vida.

Las escenas captadas por las cámaras de vigilancia pudieron reservarse para la investigación pero fueron presentadas a la prensa. Ocultar información hubiera sido peor y por ello la reacción es comprensible. El verdadero dilema ético debió surgir, entonces, al interior de los medios: ¿transmitir o no el material?, ¿editarlo o exhibirlo íntegramente?, ¿cuáles son las implicaciones de esta decisión?, ¿cómo justificarla?

Esta discusión sobre los límites de lo visible y lo decible tiene antecedentes. Uno de los más importantes fue la transmisión en vivo del linchamiento de tres policías federales en la delegación Tláhuac en el año 2004. Otro episodio, considerado un hito por los analistas de medios, fue la defensa que TV Azteca hizo de su amarillismo luego de mostrar en pantalla el cuerpo ensangrentado del conductor Paco Stanley, asesinado en junio de 1999.

En ambos casos, la naturaleza perturbadora de la información fue su única excusa. Lo mismo ocurrió con el asesino del Metro Balderas. El suceso difícilmente podía ignorarse pero el tratamiento informativo evidenció, nuevamente, la prevalencia del sensacionalismo sobre la seriedad. Como suele suceder, la prensa mexicana optó por la rentabilidad del alarmismo. Faltó profundidad y responsabilidad en el análisis.

En su más reciente libro, los investigadores Marco Lara Klahr y Francesc Barata denuncian que algunos vicios de la “nota roja” son, precisamente, la dramatización y la descontextualización. En este sentido, convendría que los periodistas aprendieran a identificar estos defectos antes de entregarse a la cobertura simplista de acontecimientos cuya resonancia es previsible.

La dramatización, aunque sutil, es más identificable que la descontextualización. Al respecto, los autores abundan: “Los delitos, las agresiones y la mayoría de las transgresiones que entran en conflicto con el sistema penal tienen más que ver con las injustas estructuras sociales que con las personalidades patológicas”. Aplicada al caso del Metro Balderas, esta interpretación ampliaría el hecho hasta sus causas, ubicaría al asesino en su contexto.

¿Cuál contexto? El que se maquilla en la mayoría de los medios, el que la revista Proceso describió como “Brotes de hartazgo social” en la portada de su número 1716. Las razones del asesino del Metro no se entienden sin el desempleo, la pobreza o la ineficacia gubernamental. Tampoco pueden aislarse de la serie de hechos violentos que suceden a diario en México y que alimentan la idea de riesgo constante que, a su vez, tiene atemorizado al país.

Rafael Vidal, académico de la Universidad de Sevilla, señala que la activación del miedo, producto de la construcción del “otro” como enemigo y, por lo tanto, como amenaza, “siempre ha constituido una fuente primordial de autoridad”. Si, como sostuve al inicio, el pavor es inevitable, ¿sería posible que, desde ese impulso, la reacción social fuera diferente? ¿Menos primitiva y más inteligente? La crisis actual tiene el potencial de esclavizarnos o liberarnos, todo depende, insisto, de la profundidad y la responsabilidad del análisis. Esto último, inicia con un manejo profesional y ético de la información.

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