Nada sorprende más a quienes analizan el mundo que la facilidad con la que una mayoría es controlada por pocos. Así introduce David Hume, pensador clave de la filosofía occidental, su concepto de opinión pública. Hume defendía en el siglo XVIII una máxima que la Constitución mexicana reconoce a la fecha en su artículo 39: todo poder dimana del pueblo. Convencido de esto, Hume señalaba que el único soporte del gobernante era la opinión de los gobernados, tanto en los regímenes despóticos como en los populares.
Esta realidad, hábilmente enmascarada por la autoridad en turno, es ignorada por gran parte de los “soberanos” pero es prioridad de la minoría gobernante. Los políticos y funcionarios perciben a los medios de comunicación como instrumentos de persuasión masiva, como aliados efectivos en la necesidad de moldear la opinión pública. Es natural su fascinación por captar la atención mediática y ganar tiempo o espacio con sus declaraciones (por decirlo eufemísticamente).
Esta realidad, hábilmente enmascarada por la autoridad en turno, es ignorada por gran parte de los “soberanos” pero es prioridad de la minoría gobernante. Los políticos y funcionarios perciben a los medios de comunicación como instrumentos de persuasión masiva, como aliados efectivos en la necesidad de moldear la opinión pública. Es natural su fascinación por captar la atención mediática y ganar tiempo o espacio con sus declaraciones (por decirlo eufemísticamente).
Todo lo anterior garantiza la alianza, también natural, entre el poder público y los medios. De lo contrario, la presunción de apoyo mayoritario –requisito mínimo para impulsar cualquier acción de gobierno- se disolvería en la pluralidad inherente a un sistema que motivara la diversidad ideológica. Walter Lippman, propagandista estadounidense en tiempos de la Primera Guerra Mundial, decía que la democracia es la “manufactura del consenso”.
El método es simple y supone complicidad. En las buenas y en las malas. La continuidad de esta relación simbiótica depende del apoyo palpable (rentable) a las actividades del otro, aunque éstas incurran en violaciones flagrantes a los principios y valores defendidos públicamente por las partes. ¿Por ejemplo? La guerra en Irak y la cobertura patriótica de CNN a las hazañas militares en el territorio recién “liberado”. Aurora Labio, investigadora de la Universidad de Sevilla, lo expresa así: “La maquinaria ha de seguir funcionando, aunque en el camino pueda quedar más que herida la verdad”.
La mentira se vuelve protagónica, aunque la honestidad sea un valor compartido en el discurso de políticos y periodistas. ¿Qué sería de ellos sin su credibilidad? David Hume insinúa con su argumento la respuesta. Cualquier relevo en el poder, aunque fortaleciera momentáneamente la libertad de expresión en la euforia del cambio, terminaría favoreciendo una visión única (y por lo tanto excluyente) de la realidad. Lo emergente se vuelve “amenazante” y lo diferente “intolerable”.
Esto último explica la reducción del presupuesto a la publicidad en revistas por parte del gobierno federal. No importando su nivel de coincidencia con Los Pinos, se pretende la desaparición de los medios que fragmentan a la audiencia. Proceso y Etcétera lo denunciaron pero ni Vértigo se salvó. Para un mandatario, es más provechoso apostar a la masificación comprobada de la televisión que a la supuesta numerosidad de quienes –comprando revistas diferentes- muestran su interés en temas como: automóviles, política, espectáculos, mascotas, música, salud o tecnología.
En épocas donde los impuestos hacen honor a su raíz etimológica, donde una guerra por “nuestra seguridad” ha ensangrentado las calles y donde los cambios “de fondo” son las mañas de siempre, conviene recordar el origen del poder político. Cuando la pluralidad informativa se ve amenazada por tendencias totalitarias es importante saber que continuidad del disenso es una apuesta a la cordura y que esto pasa necesariamente por los medios de comunicación.
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